NEUROSIS Y ANSIEDAD Y VICEVERSA

OTRORA APRENDIZ DE PIJO

por PASQUINEL LABARTA

OBRA DE TALENTO IMPRESA SOBRE PAPIRO (¡!¡!¡)

¡Hazme el amor con tus ojos, secuaz!

(aquí no hay sexo, solo arte epistolar)

Ese texto que necesita tu desfloración ocular te enganchará hasta su final sino te envalentonan los desafíos. Evito seguir hurtando tu curiosidad y huyo de vuelta a la inexistencia de donde me he caído.

Pasquinel Labarta, socarrón justiciero

NEUROSIS Y ANSIEDAD Y VICEVERSA

PIEZA  DE RECEPCIÓN DEL VISITEO 1

Holgado y deslumbrante recinto, refinada biblioteca envolvente de caoba repleta de volúmenes con lomo exquisito, mobiliario de cariz acaudalado y diversos detalles de valor inalcanzable. Beatriz, arrellanada encima de un chaflán de tresillo, consume manzanilla de una jícara transitoriamente suya, sostiene el platillo de soporte y dedica su visión a Juliana, aparcada en el recodo opuesto.

—Sí, pero lástima que el don de la música y de la inteligencia no congenien —guipa con jeta malévola a su prisionero conyugal—. ¿Verdad que estoy en lo cierto, esposo? Degusta su infusión. Ernesto se focaliza con compostura irónica en su costilla por contrato, sujeta un hueco cilindro de vidrio relleno de chinchón seco especial, y Olgui toma un refresco de cola apostada en cualquier asiento posterior al orador, empero satélite del cotarro.

—Tienes razón, Beatriz. No obstante, Beethoven inventó un método harto eficaz para compensar ese desequilibrio. Usarlo me va muy bien. —Chinga un sorbo. Anacleto, apostado a dos patas a uno de los costados de Ernesto, husmea a este y apresa su ron de caña de azúcar ornamentado con una rodaja de pomelo, y Nicola permanece elegantemente despatarrada sobre un sillón, absorbe té con lima de su cáliz y se deleita con el amo de todo.

—¿Ah, sí? Pues no lo sabía. Ilústrame, por favor, Ernesto. —Trinca de su cañero brebaje. Fede se mantiene alzado sobre sus suelas, soporta un cubata en vaso largo apretado entre los apéndices dactilares, mordisquea un belfo inferior y ambiciona a Nicola.

—Pues verás, concuñado lejano, el maestro Beethoventenía una esposa quejica hasta el límite de lo soportable que además se pitorreaba continuamente sobre su pobre dote para la ciencia y se quedó sordo conscientemente para no tener que soportar su monótono soliloquio. —Parpadea a Beatriz—. Deberé hacer lo mismo si deseo seguir sobreviviendolúcido a tu lado, desesposada, je, je. —Chinga chinchón.

—¿Estás de guasa, verdad, Ernesto? Tú siempre tan agudo, —Trinca la fermentación de caña. Beatriz guiña sus ojos a Anacleto de acuerdo con una cadencia habitual.

—Y tan agudo. Una parte de su cuerpo está siempre aguda y dispuesta a plantar batalla, jo. —Se asoma a su jícara y consume la manzanilla contenida. Ernesto le lanza una suspensiva ojeada a Beatriz.

—No deberías quejarte, querida esposa. Una vez a la quincena no es tanto, creo. —Chinga chinchón del bueno, rúbricas comerciales aparte. Nicola asedia a Beatriz con sus ventanas oculares y refunfuña.

—Me estáis violentando. —Olgui la guipa, dilata sus labios y toma—. A nadie nos interesa vuestra intimidad. — Fede la consume con sus pupilas, anhela follarla y liba—. Como no cambiéis de tema, me obligaréis a abandonaros. No se os ocurra dudarlo. Absorbe té con lima de su cáliz. Fede lloriquea en off y Beatriz se concentra en Juliana y monologa sin apercibirse.

—¡No, no, mi amor secreto! ¡No me huyas, por Dios, no, nooo! —tono resuelto—. ¡Si te quedas, te dejaré besarme! ¡Me disfrutarás, ya verás! —Liba cubata.

Benjamín se interna en salón social soportando una copa saturada de hidrógeno combinado con oxígeno, deposita sus niñas sobre la excelsa Juliana, brinda con el aire que media entre ambos, reverencia y, tras ello, cabecea ante cada uno de sus contratantes.

—Perdonen, señoras —encara a Anacleto—, señores —otea a Olgui—, señoritas —ojea a Fede— y señorito. —Guipa a Anacleto—. El almuerzo ya está preparado. — Comprueba su reloj de bolsillo—. Son la una cincuenta y cuatro en punto. —Codicia ocularmente a Juliana—. Cuando gusten, ya pueden pasar. —Engulle una ingurgitación de su fluido incoloro. Anacleto fisga a su costoso asalariado.

—Gracias, Benjamín. Enseguida vamos, descuida. — Trinca de su ron de caña de azúcar ornamentado con unarodaja de pomelo.

—Perfecto. Pronto me tocará la quiniela y me iré para siempre lejos del mundo de los ricachones. Adiós, pijos. —  Engulle una porción de su asequible brebaje y se las pira haciendo gárgaras. Beatriz reincide en embelesarse con la efigie de la más hermosa de sus conocidas.

—Tenéis un servicio exquisito, Juliana. Ojalá que quien yo sé —verifica con pinta de asqueo cómo su Ernesto transita ajeno al través de la salida de la pieza de recepción del visiteo— fuera más desprendido con los gastos que permiten mejor bienvivir en casa. —Detecta como el sucesor de tío Filemón deposita su cáliz en una repisa—. Precisamente sobre eso quería pedirte un urgentísimo favor, Anacleto. Anacleto fija su vistazo en Beatriz, a quien se aproxima pausadamente.

 —Muy bien, prima. —Digitaliza en círculo—. Pero luego luego, después después. Fede razona para sí y escruta absorto a Nicola, que se aúpa.«¡Dios, tu lengua debe saber a carne bendecida! ¡Hoy tú no te vas sin conocer la mía! —Todos van brotando del salón social—. ¡Yo sé que muy en el fondo me deseas! ¡Todas sois iguales, ricas o pobres, pero pendejas, qué asco! —liba su consumición, aparca el vaso largo y emula al remanente de consumistas—. ¡Pero, tranqui, no te apresures! ¡Todo llegará, vete santiguando…!».

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